domingo, 13 de marzo de 2011

La niña del agua


Volvían de pasar una tarde muy divertida. Iban deprisa, yo diría que muy deprisa. Lo nubarrones negros que a primera hora de la tarde amenazaban lluvia, habían empezado a descargar poco a poco los goterones grandes y gordos que normalmente preceden a una lluvia mucho más intensa. El viento también hacía acto de presencia, y lo que al principio era una brisa más o menos agradable, iba convirtiéndose en algo más serio que aconsejaba dejar las calles y refugiarse en casa.

La niña ya dormía ajena al ajetreo que había fuera; la lluvia golpeaba con fuerza los muros de la casa y los cristales de las ventanas. El viento, compañero inseparable de la lluvia, agitaba con fuerza las ramas de los árboles y se quería filtrar por las rendijas que encontraba a su paso, pidiendo entrar libre, sin obstáculos, para que se calme su ulular, y después quedarse sólo en brisa que poco a poco va desapareciendo. La pequeña se había dormido sólo poner su cabecita en la almohada estampada de grades hojas verdes.

Ilustración de Balta Esteban Fernández


Amanece. El nuevo día nace con un sol caliente y brillante; el olor a tierra mojada invade la atmósfera acogedoramente. Los destellos brillantes del sol, platean el agua de los innumerables charcos que la lluvia ha dejado en el camino. Un rayito se ha colado a través de las cortinas; la niña sigue durmiendo plácidamente; de vez en cuando, una leve sonrisa ilumina su cara y sus pies se mueven debajo de las sábanas con movimientos acompasados. El rayito de sol ha llegado a la altura de sus ojos. Alguien entra en la habitación y abre la ventana. La ruidosa sinfonía de cantos de pájaros y el agradable aroma de la tierra, invaden la estancia. La pequeña abre los ojos y adormilada aún, mira hacia la ventana y de un salto, se baja de la cama y se asoma, - “¿qué ha pasado?”- Como si de un campo de batalla se tratara, los innumerables charcos, ramas y hojas esparcidas por doquier, se quedan grabados en los ojos de la pequeña que, contenta, y cómo impulsada por un resorte invisible, sale corriendo escaleras abajo; “deprisa, deprisa” - dice para sí – mientras se calza sus magníficas botas de agua.



La niña está feliz jugando y chapoteando; no había nada que deseara más, pero las escasas veces que la lluvia hacía acto de presencia en aquel lugar, sólo dejaba una ligera capa húmeda, que lo más que hacía era refrescar un poco el ambiente. Por eso, ella saltaba y chapoteaba de un charco a otro, temiendo que el fuerte sol los secara y las lluvias se olvidaran de volver. De pronto algo llama su atención; se queda muy quieta y escucha…. no sabe que es…. espera…. tiene miedo y sale del camino; se dirige a la pared de la casa cómo buscando protección; ahora, el sonido es más claro y sonríe…. “es música!! es música!!”. Vuelve al camino y mira…. ahora ve, aún lejos, un revoltillo de colores que se acerca cada vez más a ella. Ya está llegando a su lado. Una banda de música pasa tocando un alegre pasacalle y detrás, hombres, mujeres y niños… payasos y saltimbanquis, todos vestidos con alegres colores, bailan, saltan y hacen cabriolas al compás de la música. La niña está como hipnotizada, nunca había visto nada igual. La fanfarria sigue camino abajo y se va alejando, mientras la niña desconsolada les llama. Quiere ir con ellos. Llama y grita, pero no la oyen. De pronto, alguien se da la vuelta y sale del revoltillo de colores; es un payaso delgado y alto, con la cara pintada de blanco y gran boca roja, que por señas, la llama y le tiende la mano. Ahora ella salta y baila cómo los demás, cómo si siempre hubiera ido con ellos; corre por otras calles, caminos y plazas; está cómo embrujada y contagiada por la música. Pero de pronto, como por arte de magia, todo desaparece… silencio… Ya no hay música, ni bailes, ni vestidos de colores, ni globos, ni trapecistas, ni elefantes, ni payasos….nada. La niña está sola y triste, bueno no está sola, allí, entre las grandes hojas y ramas húmedas, está su amigo el payaso, pero no la llama, ni canta. El payaso está quieto, inanimado; ella se echa a su lado y lo abraza. Está cansada y cierra los ojos. Se duerme. El sol caliente del mediodía está llegando a su cara. Ahora, un rayito está sobre sus ojos. Alguien entra y abre la ventana. El olor a tierra húmeda y el trino de los pájaros, despiertan a la niña. Ella abre los ojos y lo ve. Allí está. Con su cara pintada de blanco y su gran sonrisa roja, recostado en su almohada estampada de ramas y hojas verdes. Ella le sonríe y recuerda el día anterior, cuando la llevaron al circo por primera vez y le compraron el payasito que ella misma había elegido. Se levanta de la cama y se asoma a la ventana -¡¡charcos, charcos!!- sale corriendo escaleras abajo; “deprisa, deprisa” dice, mientras se pone sus estupendas botas de agua. Las tiene que estrenar; no se sabe cuándo volverá a llover otra vez.

M. M.

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