miércoles, 30 de marzo de 2011

Fátima


Fátima llamó a la puerta de la calle como cada día. Sus suaves toques me despertaban, y ella esperaba paciente a que yo le abriera la puerta. “Buenos días” me decía en un medio español con acento marroquí, y se iba directamente a la cocina a recoger agua en grandes cubos para llevarla a su casa. Fátima era mi vecina y dueña de la casa que yo habitaba. “Luego tú no olvida de viene a tóma té con minta” me decía antes de irse. Ella pensaba que estaba obligada a invitarme a té con menta como pago al agua que se llevaba diariamente, ya que no tenía agua corriente. Por mucho que yo le dijera que no tenía importancia, ella insistía tanto, que tuve que dejarlo por imposible y ya se convirtió en una rutina diaria. Tú me das agua, yo te doy té.
En aquella pequeña y preciosa ciudad marroquí, la mayoría de las casas tenían pozos en los grandes patios para recoger el agua de lluvia, y las nuestras también lo tenían pero Fátima decía que no le gustaba para beberla porque le sentaba “igual piedra en bariga”.
Aquella mañana, la niebla era tan intensa, que apenas se distinguía el bonito monte que estaba justo detrás de nuestras casas. La pequeña tienda de comestibles de Said, en una de las esquinas de la calle, quedó escondida, al igual que el taller del platero Alí y la tienda de radios y transistores de mi amigo Manu.
Subí a la azotea porque desde allí se divisaba parte de la ciudad. El cercano aeropuerto, el instituto, la carretera que llegaba a los cuarteles, y las bonitas casas de la policía. Hoy todo era como una ciudad fantasma, no se veía nada, ni había nadie por las calles; el silencio era total, sólo roto por la radio de Fátima, que emitía en aquel momento música árabe, y que se colaba por el hueco de su patio. Ya sabíamos que íbamos a estar así dos o tres días; que no saldrían ni aterrizarían aviones del pequeño aeropuerto, pero que –cosa curiosa- la televisión se vería de maravilla.
Unas horas después estaba sentada en el suelo, encima de una bonita alfombra roja estampada con dibujos geométricos y con las piernas cruzadas al estilo árabe. Veía el ritual del té, aspiraba el aroma de la menta, mordisqueaba los diferentes frutos secos que Fátima dispuso en un gran bol, saboreaba los riquísimos dulces de almendra y miel, y bebía los tres vasos de té de rigor, bien escanciado para que se formara espuma, y bien caliente. El primero, amargo como la vida. El segundo, fuerte como el amor. El tercero, dulce como la muerte. Fátima aprovechaba esos momentos de té para contarme sus cosas; los chimes del barrio, lo mala que era su cuñada y lo serio que era su marido. Cuando salí de nuevo a la calle, la niebla se había disipado un poco, pero todo estaba húmedo y triste.

Ilustración de Baltasar Esteban Fernández

Al día siguiente, el panorama era el mismo. Otra vez aquella niebla cerrada que te rizaba el pelo, que se calaba en los huesos y te ponía de mal humor. Tenía ganas de dar un paseo por la bonita Plaza de España, por la calle principal llena de comercios con toda clase de artículos típicos: alfombras, juegos de té, tajines, telas de vivos colores, babuchas… y bajar hasta la playa, ir de compras al zoco, y tomar después algo en el bar del club, pero el día no
ayudaba y decidí pasar la tarde en casa. Fátima se había ofrecido a enseñarme a cocinar algunos platos típicos y decidimos que ese era un buen día para empezar.

viernes, 18 de marzo de 2011

La pastilla de jabón


Una pastilla de jabón ha tenido la culpa. Hoy he aspirado el aroma de una pastilla de jabón, ya olvidado en los anales de mi memoria. Hoy, el sentido del olfato se ha conectado, como si de una corriente eléctrica se tratara, con los otros cuatro sentidos. Hoy, todos ellos se han puesto de acuerdo para encender el interruptor de mi memoria, y han puesto tanto empeño, que el baúl de los recuerdos olvidados se ha abierto, saliendo a borbotones vivencias infantiles de aquellos años en blanco y negro (políticamente negros) y que, sin embargo, yo los viví con todos los colores del arcoíris.
Cada recuerdo ha escogido su sentido, y así, el sentido de la vista me lleva a ver los zapatitos negros de charol; brillantes, relucientes, alineados a los pies de la cama. Encima de la impoluta colcha blanca, espera el vestido de organdí con su gran lazo atado a la espalda y la combinación almidonada con su puntillita de encaje, que luego asomaría por debajo del vestido inmaculado. Veo la bañera de cuatro patas con formas de garra de león y el chorro del agua saliendo de un grifo dorado; veo a mi madre peinándome el pelo aún húmedo en una bonita trenza que luego caería por mi espalda; y me veo de su mano camino de misa de doce.

Ilustración de Balta Esteban Fernández



El sentido del oído me lleva a la antigua radio que mi padre había traído de África. Las canciones de Machín, las coplas de La Piquer, el anuncio publicitario del famoso “Cola-cao” con su pegadiza canción “Es el cola-cao desayunos y meriendas”; las radionovelas de Guillermo Sautier Casaseca, Pedro Pablo Ayuso y Matilde Vilariño; Los discos dedicados, donde se podía escuchar los éxitos de entonces. “Para el niño Julianín Pérez, con mucho cariño de su tía Pepita, por su próxima comunión” y entonces saltaba a las ondas la prodigiosa voz del pequeño ruiseñor Joselito, que se mezclaba con el ruido de la máquina de coser Alfa de mi madre que, pedalea que te pedalea, me cosía los preciosos vestidos que luego estrenaba al domingo siguiente.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Playa


Antes de que el sol despliegue sus alas y bese tu arena un día cualquiera…
Antes que la barca arrastre su quilla cuán doliente arado que busca marea…
Antes de que el niño construya castillos con torres y almenas…
Desnuda te exhibes, solitaria playa.



Antes que la espuma de olas plateadas, sean dibujadas en el rompeolas de rocas lejanas…
Antes, mucho antes, que el cercano faro apague su guiño en el espigón…
Antes, mucho antes de que esto acontezca…
Te estuve observando en la noche clara de mil lunas llenas.

lunes, 14 de marzo de 2011

Desde el balcón del abuelo


La carretera serpentea a lo largo de la costa, yo diría que de la mano del mar, tan cerca, que el salitre se cuela por la pequeña ventanilla del Hispano Suiza de los años cincuenta. Nada mas doblar la última curva, se divisa, allá a lo lejos, en lo alto de una pequeña loma, la silueta encalada de la casa del abuelo.
Sentado en su banco de piedra, en la esquina más fresca de la casa, el abuelo ve y siente pasar la vida; el inmenso océano, hoy azul y mañana quizás suave verde, según esté el ánimo o el capricho de los dioses; la hermosa playa con sus bonitas barcas de colores varadas en su negra arena, todas parecen esperar la llamada del mar: Candela, Milagros, María Soledad… El abuelo mira ahora las pobres casitas de los pescadores. Sentados a la puerta, hombres y mujeres se afanan en repasar y coser las viejas redes que son su sustento y su esperanza. Los niños juegan y corretean alrededor de sus padres; la playa es su parque, las cercanas rocas su tobogán y las olas su columpio. A veces, cuando la marea está en su punto más bajo, sus cuerpos curtidos por el aire y el sol, se pierden entre las rocas buscando tesoros en forma de caracolas y lapas, tan adheridas a la piedra como sus cuerpecillos a la playa.


Ilustración de Balta Esteban Fernández



Hoy, el abuelo les ha hecho un estupendo columpio a sus nietas, y mientras ellas juegan a ver quien sube más alto, él se ha vuelto a sentar en su banco de piedra, en su fresca esquina que es el balcón preferido de sus cansados ojos. Ahora mira su entorno más cercano; los grandes y altos riscos que se precipitan como cataratas sobre el hermoso barranco, salpicado de tabaibas, cactus, cardones, aulagas, tuneras y alguna higuera… Y el árbol; el hermoso y viejo eucalipto que, como un soldado en permanente guardia, parece guardar la casa con su sombra, y que es refugio de Marino, el viejo perro del abuelo rescatado de un naufragio, y de ahí su nombre.



domingo, 13 de marzo de 2011

La niña del agua


Volvían de pasar una tarde muy divertida. Iban deprisa, yo diría que muy deprisa. Lo nubarrones negros que a primera hora de la tarde amenazaban lluvia, habían empezado a descargar poco a poco los goterones grandes y gordos que normalmente preceden a una lluvia mucho más intensa. El viento también hacía acto de presencia, y lo que al principio era una brisa más o menos agradable, iba convirtiéndose en algo más serio que aconsejaba dejar las calles y refugiarse en casa.

La niña ya dormía ajena al ajetreo que había fuera; la lluvia golpeaba con fuerza los muros de la casa y los cristales de las ventanas. El viento, compañero inseparable de la lluvia, agitaba con fuerza las ramas de los árboles y se quería filtrar por las rendijas que encontraba a su paso, pidiendo entrar libre, sin obstáculos, para que se calme su ulular, y después quedarse sólo en brisa que poco a poco va desapareciendo. La pequeña se había dormido sólo poner su cabecita en la almohada estampada de grades hojas verdes.

Ilustración de Balta Esteban Fernández


Amanece. El nuevo día nace con un sol caliente y brillante; el olor a tierra mojada invade la atmósfera acogedoramente. Los destellos brillantes del sol, platean el agua de los innumerables charcos que la lluvia ha dejado en el camino. Un rayito se ha colado a través de las cortinas; la niña sigue durmiendo plácidamente; de vez en cuando, una leve sonrisa ilumina su cara y sus pies se mueven debajo de las sábanas con movimientos acompasados. El rayito de sol ha llegado a la altura de sus ojos. Alguien entra en la habitación y abre la ventana. La ruidosa sinfonía de cantos de pájaros y el agradable aroma de la tierra, invaden la estancia. La pequeña abre los ojos y adormilada aún, mira hacia la ventana y de un salto, se baja de la cama y se asoma, - “¿qué ha pasado?”- Como si de un campo de batalla se tratara, los innumerables charcos, ramas y hojas esparcidas por doquier, se quedan grabados en los ojos de la pequeña que, contenta, y cómo impulsada por un resorte invisible, sale corriendo escaleras abajo; “deprisa, deprisa” - dice para sí – mientras se calza sus magníficas botas de agua.

viernes, 11 de marzo de 2011

El secreto


El pueblo estaba sumido en una intensa oscuridad a causa de la luna nueva. Sólo la débil luz de una farola en la plaza, justo delante de la puerta del Ayuntamiento, permitía ver algunos árboles, bancos y el pequeño balcón de la casa consistorial. El silencio era sepulcral, sólo roto de vez en cuando por el ladrido de algún perro lejano. Los habitantes del lugar dormían tranquilos en la oscura y apacible noche. Sólo José estaba inquieto y desvelado. El rumor que aquella pasada tarde se había extendido por todo el pueblo, lo habían hecho retroceder veinticuatro años. Los acontecimientos de entonces, donde él había sido uno de los protagonistas principales, habían vuelto para martirizarlo de nuevo, para volver a vivir toda aquella desagradable historia que él había hecho todo lo posible por olvidar, y que gracias a Lucía, su mujer, lo había conseguido. José mira cómo duerme Lucía, ajena por completo a la angustia que él está pasando; quisiera despertarla, contarle cómo se siente; ella le ayudaría como hacía siempre, cómo lo hizo entonces y cómo lo había hecho a lo largo de tantos años de matrimonio. José veía a su mujer cómo su salvación, cómo su ángel de la guarda que en los momentos difíciles estaba ahí, escuchándolo, dándole ánimos y queriéndole. Él no podría vivir sin ella; la quería, la necesitaba, aunque no sabía si eso era verdaderamente amor; sólo que se encontraba muy a gusto con ella, y que le había dado un hogar feliz, tranquilo y sin sobresaltos. Su carácter alegre, positivo y extrovertido, habían hecho el milagro de que él hubiese olvidado el problema que ahora, después de tanto tiempo, un simple rumor lo tuviera preocupado y desvelado.
Se levantó a beber agua. Al salir al pasillo y pasar por delante de la habitación de su hija, se paró ante la puerta entreabierta y oyó su respiración lenta y profunda; un gran sentimiento de amor le llenó los ojos de lágrimas. Se alegró de que Marta estuviera profundamente dormida; no deseaba por nada del mundo que lo viese en aquel estado y preguntara qué pasaba; no sabría que decirle. Bebió agua y se dirigió al salón. Separó las cortinas y miró la calle; la oscuridad era total aún, pero dentro de poco amanecería y quizá viera las cosas de otra manera. Con ese pensamiento volvió a la cama, pero su angustia no desaparecía; despertó a Lucía y le contó lo que le pasaba. Ella, ajena al rumor que lo tenía preocupado, lo regañó por no contárselo antes; lo primero que dijo fue que Marta tenía que saberlo todo, y que se enfadaría, y con razón, por habérselo ocultado durante tantos años. José se tranquilizó un poco, por lo menos se quitaría un peso de encima; le preocupó la reacción que pudiera tener su hija, pero cuanto antes se lo contara mejor. Su hija lo perdonaría, estaba seguro. Lucía le dijo, en cuanto la niña tuvo edad para comprender lo que había pasado, que hablara con ella, al fin de cuentas él no había tenido culpa de nada, al revés, fue el más perjudicado, pero José se resistió a hablar con su hija, quería retrasar el momento hasta que no tuviera más remedio, y ese momento había llegado. No comprendía cómo no se había enterado antes, viviendo en un pueblo pequeño, y que las malas noticias o sucesos se recuerdan continuamente, precisamente porque no suelen ocurrir y se pasan de una generación a otra cómo si acabaran de pasar.


Ilustración de Balta Esteban Fernández


jueves, 10 de marzo de 2011

Cinco segundos


Sólo fueron cinco segundos. Sólo fueron cinco segundos, para que aquella maravilla que minutos antes le tenía con la vista fija en el horizonte, desapareciera. Había estado sentado en el porche cómo cada tarde, observando, justo enfrente, los colores que poco a poco se iban formando; la puesta de sol bañaba el paisaje que por momentos se vestía cómo para ir de fiesta, cómo una mujer que se cambia mil veces de vestido, hasta que elige por fin el definitivo. Los amarillos suaves, los amarillos intensos, los rosados suaves que se van transformando en rojos, los naranjas… y al final, justo ya en el filo de la línea horizontal, la esfera, puro fuego, y rodeada del inmenso manto rojo, desaparece con todo su esplendor; se esfuma, pero su gran manto rojo permanece aún unos minutos recordándonos que sólo es un adiós momentáneo.
El sol se ha escondido, y cinco segundos antes, él cerró los ojos para dar gracias a Dios por permitirle ver un día más esa maravilla de la naturaleza, pero cuándo los abrió, el sol ya había dado el salto mortal hacia al otro lado de la línea. Tendría que esperar a mañana. Era igual que el cuento de Sherezade. No acababa nunca. Lo acabaría la noche siguiente, así mantenía el interés del malvado rey, que estaba tan interesado en saber su final, que le perdonaba la vida una vez más y dejaba su ejecución para el otro día, y así un día y otro, el cuento no terminaba.


Ilustración de Balta Esteban Fernández

Soledades

Marchito el día muere bajo lluvia.
Intensa oscuridad que aumenta mi tristeza.
Paseo las calles en noche de alcohol y soledades…
Ausencia de labios.
Ausencia de amantes.

Ansío tu abrazo sin claridad de luna.
Sólo maullidos de gatos besan suave los silencios.
Bebidas de fuego corren raudas por mis venas…
Ahogando mis penas y enredando mi lengua.


Herida en sangre mi garganta, llamarte me angustia y mi voz se quiebra.
Como ríos de barros bajan las calles…
Y empapado camino hacia el alba.
Mojada la cara disimulo mi llanto…
Soledades de alfileres pinchan mi alma.



miércoles, 9 de marzo de 2011

Una historia de amor


Salieron muy temprano de casa; él con los ojos acuosos, y algo nervioso; ella mucho más serena,  aunque en su semblante se adivinada que habían estado discutiendo, y por la forma tan segura y resuelta de caminar, también se adivinaba que ella había ganado. Él la seguía con paso lento, repasando cabizbajo todo lo que habían hablado; él cedió; sabía que ella tenía razón, porque lo quería tanto cómo él a ella; no, él la quería muchísimo más, y si lo quería tanto, no iba a desear nada malo para él. Todo lo que hablaron esa mañana, llevaban días discutiéndolo, razonándolo; ella tratando de convencerlo de que era lo mejor que le podía  pasar, que era importantísimo para su futuro, y que el tiempo que estuvieran separados, ella se dedicaría a hacer cosas que no había tenido ocasión ni tiempo de hacer. Por su parte, él decía que no era necesaria la separación, que no podría vivir sin ella, que la echaría muchísimo de menos, y que la sola idea de no tenerla cerca le había quitado el apetito, y se le ponía un nudo en la garganta que le hacía llorar cuando ella no estaba delante.