Fátima llamó a la puerta de la calle como cada día. Sus suaves toques me despertaban, y ella esperaba paciente a que yo le abriera la puerta. “Buenos días” me decía en un medio español con acento marroquí, y se iba directamente a la cocina a recoger agua en grandes cubos para llevarla a su casa. Fátima era mi vecina y dueña de la casa que yo habitaba. “Luego tú no olvida de viene a tóma té con minta” me decía antes de irse. Ella pensaba que estaba obligada a invitarme a té con menta como pago al agua que se llevaba diariamente, ya que no tenía agua corriente. Por mucho que yo le dijera que no tenía importancia, ella insistía tanto, que tuve que dejarlo por imposible y ya se convirtió en una rutina diaria. Tú me das agua, yo te doy té.
En aquella pequeña y preciosa ciudad marroquí, la mayoría de las casas tenían pozos en los grandes patios para recoger el agua de lluvia, y las nuestras también lo tenían pero Fátima decía que no le gustaba para beberla porque le sentaba “igual piedra en bariga”.
Aquella mañana, la niebla era tan intensa, que apenas se distinguía el bonito monte que estaba justo detrás de nuestras casas. La pequeña tienda de comestibles de Said, en una de las esquinas de la calle, quedó escondida, al igual que el taller del platero Alí y la tienda de radios y transistores de mi amigo Manu.
Subí a la azotea porque desde allí se divisaba parte de la ciudad. El cercano aeropuerto, el instituto, la carretera que llegaba a los cuarteles, y las bonitas casas de la policía. Hoy todo era como una ciudad fantasma, no se veía nada, ni había nadie por las calles; el silencio era total, sólo roto por la radio de Fátima, que emitía en aquel momento música árabe, y que se colaba por el hueco de su patio. Ya sabíamos que íbamos a estar así dos o tres días; que no saldrían ni aterrizarían aviones del pequeño aeropuerto, pero que –cosa curiosa- la televisión se vería de maravilla.
Unas horas después estaba sentada en el suelo, encima de una bonita alfombra roja estampada con dibujos geométricos y con las piernas cruzadas al estilo árabe. Veía el ritual del té, aspiraba el aroma de la menta, mordisqueaba los diferentes frutos secos que Fátima dispuso en un gran bol, saboreaba los riquísimos dulces de almendra y miel, y bebía los tres vasos de té de rigor, bien escanciado para que se formara espuma, y bien caliente. El primero, amargo como la vida. El segundo, fuerte como el amor. El tercero, dulce como la muerte. Fátima aprovechaba esos momentos de té para contarme sus cosas; los chimes del barrio, lo mala que era su cuñada y lo serio que era su marido. Cuando salí de nuevo a la calle, la niebla se había disipado un poco, pero todo estaba húmedo y triste.
Al día siguiente, el panorama era el mismo. Otra vez aquella niebla cerrada que te rizaba el pelo, que se calaba en los huesos y te ponía de mal humor. Tenía ganas de dar un paseo por la bonita Plaza de España, por la calle principal llena de comercios con toda clase de artículos típicos: alfombras, juegos de té, tajines, telas de vivos colores, babuchas… y bajar hasta la playa, ir de compras al zoco, y tomar después algo en el bar del club, pero el día no
ayudaba y decidí pasar la tarde en casa. Fátima se había ofrecido a enseñarme a cocinar algunos platos típicos y decidimos que ese era un buen día para empezar.