jueves, 10 de marzo de 2011

Cinco segundos


Sólo fueron cinco segundos. Sólo fueron cinco segundos, para que aquella maravilla que minutos antes le tenía con la vista fija en el horizonte, desapareciera. Había estado sentado en el porche cómo cada tarde, observando, justo enfrente, los colores que poco a poco se iban formando; la puesta de sol bañaba el paisaje que por momentos se vestía cómo para ir de fiesta, cómo una mujer que se cambia mil veces de vestido, hasta que elige por fin el definitivo. Los amarillos suaves, los amarillos intensos, los rosados suaves que se van transformando en rojos, los naranjas… y al final, justo ya en el filo de la línea horizontal, la esfera, puro fuego, y rodeada del inmenso manto rojo, desaparece con todo su esplendor; se esfuma, pero su gran manto rojo permanece aún unos minutos recordándonos que sólo es un adiós momentáneo.
El sol se ha escondido, y cinco segundos antes, él cerró los ojos para dar gracias a Dios por permitirle ver un día más esa maravilla de la naturaleza, pero cuándo los abrió, el sol ya había dado el salto mortal hacia al otro lado de la línea. Tendría que esperar a mañana. Era igual que el cuento de Sherezade. No acababa nunca. Lo acabaría la noche siguiente, así mantenía el interés del malvado rey, que estaba tan interesado en saber su final, que le perdonaba la vida una vez más y dejaba su ejecución para el otro día, y así un día y otro, el cuento no terminaba.


Ilustración de Balta Esteban Fernández


Se levantó de su mecedora con mucha dificultad y entró en la casa. El tac, tac, tac de su bastón, y el suave ruido de sus zapatillas al arrastrar los pies en cortos pasitos, llegaron a la cocina. Mientras caminaba por el pasillo se percató del silencio que reinaba en la casa, siempre llena de ruidos, de risas de niños, de música… por cierto, hoy había más familia de la habitual; se preguntaba por qué. No los había visto, pero él notaba su presencia en la casa. Y eso era lo raro, tendría que haber niños correteando por los pasillos, mayores detrás llamándoles la atención, la música demasiado alta en la habitación de sus nietos, la televisión encendida y nadie viéndola... pero no veía a nadie y el silencio era total. Cuando llegó a la cocina ésta estaba vacía, y se dirigió al comedor. La mesa estaba dispuesta para la cena, pero no había nadie por allí, ni siquiera estaba la chica que ayudaba a su hija en las labores de la casa. Pensó en subir al piso de arriba, pero sus piernas no se lo permitían. Estaba solo, pensó, pero no comprendía nada; su hija jamás lo dejaría sin nadie que lo cuidara. Se dirigió otra vez muy despacio, arrastrando los pies y cada vez más cansado, hasta el porche, y se sentó dejándose caer en la mecedora. Cerró los ojos y esperó a su familia. Se quedó dormido y soñó con la puesta de sol más hermosa que había visto nunca, pero esta vez no cerró los ojos cinco segundos antes de que desapareciera, esta vez vio hasta el último destello y se sintió feliz, cómo si flotara sobre una nube. Entonces lo comprendió todo. Despertó de su sueño y volvió a recorrer la casa. Ahora no necesitaba el bastón, ahora iba ligero, cómo si flotara; ahora comprendía por qué hoy había más familia de la acostumbrada, ahora comprendía el silencio de los niños, ahora comprendía por qué habían cirios en su alcoba, ahora veía una luz de colores amarillos, rosas, naranjas y rojos que lo atraían, ahora sabia donde se ocultaba el sol. Ahora sabía que no había oscuridad.
Alguien de la familia salió al porche a buscarlo para cenar. El anciano sonreía y tenía los ojos cerrados. No contestaba. En ese momento estaba disfrutando de la maravillosa puesta de sol. No se dio cuenta que lo llevaban a su alcoba.
Ahora veía a su familia desde otra dimensión. Se encontraba bien y era feliz; quisiera decirles que no lloraran, pero aún tendría que aprender cómo hacerlo. Las luces de colores lo llamaban y mientras se dirigía hacia ellas, veía, entre color y color, a los seres queridos que se habían ido antes que él. Le sonreían, y en sus rostros no se apreciaba signo alguno de sufrimiento; al revés, le transmitían paz y seguridad. Volvió el rostro y se despidió de los otros. No sabía cómo decirles que la luz, la famosa luz que algunos que habían estado en la línea como equilibristas, sin decidirse aun por el lado adecuado, y que decían que era blanca y muy brillante, estaban equivocados. Él había pasado la frontera entre brillantes luces de colores. Ahora comprendía donde se ocultaba el sol. Ahora comprendía que volviera cada día. Reclutaba las almas hasta su eterna morada.
La familia se había reunido en el comedor. Cenarían algo y se reunirían de nuevo en la alcoba del abuelo. Les esperaba una larga noche en vela. Los niños pequeños ya hacía rato que dormían. Poco a poco iban entrando en la alcoba y ocupando sus asientos. Estaban tristes, apenados; se había ido la persona que más querían y no se pudieron despedir de él. El mayor de los hijos se levanta y se dirige a la ventana para abrirla, el calor es sofocante. Una ráfaga de aire frio hace volar los visillos y apaga los cuatro cirios de las cuatro esquinas del ataúd, pero un instante después, los cuatro vuelven a encenderse solos; la familia se mira sin comprender qué ha pasado. Ahora, poco a poco, cada llama va adquiriendo un color distinto; Rojo fuego, amarillo intenso, naranja y rojo suave. Todos se vuelven a mirar sin comprender y sin saber que decir. Los cirios permanecen unos segundos encendidos y de repente, se apagan para volver a encenderse otra vez, así, tantas veces cómo miembros de la familia hay en la alcoba. Luego todo acaba, la luz de las velas vuelve a su color blanco amarillento, los visillos a resbalar por la pared bajo la ventana, la temperatura a subir, ya que durante aquél episodio que acababan de vivir, el frío se había apoderado de sus cuerpos y los había dejado sin habla. Cuando pasó todo, comprendieron lo que pasó; no hizo falta decir nada. El abuelo se había despedidos de ellos de la forma más hermosa que jamás hubieran imaginado. Se abrazaron muy fuerte, cómo si en ese abrazo estuviera encerrado todo el amor que le tenían.
Allá, donde no existe el dolor, ni la angustia, donde todo es paz, el anciano es inmensamente feliz.

M.M.

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