lunes, 1 de agosto de 2011

Las cartas de Amelia


“Es el hombre más guapo que he visto” - decía Amelia – “y eso que he conocido a muchos”
La fotografía que estaba viendo en la revista semanal más de moda en aquel tiempo, mostraba a un hombre rubio de ojos claros, hermosas facciones y una cautivadora sonrisa. En su blanca y perfecta dentadura relucían dos dientes dorados que también, según Amelia, se usaba mucho y era un signo de distinción y elegancia. Dos preciosos dientes de oro que relucían como dos soles.
Amelia era una maniática; sacaba defectos a todo hombre que se le acercaba. Desde muy jovencita había tenido pretendientes dispuestos a amarla para siempre jamás. Ella era una rompecorazones que se sabía bella, escultural y que se fijaba mucho en que ellos fueran muy educados, finos, muy guapos y elegantes. Eso era lo que buscaba. Cuando creía que lo había encontrado, surgía algo, una pequeña cosita de nada, que ella interpretaba como algo inadecuado y ya lo despedía sin contemplación. Así, los años pasaban irremediablemente. Por unas cosas u otras, lo novios o pretendientes le duraban lo que un caramelo y lo que era peor, ella iba camino de vestir santos.
Una vez estuvo con un novio mucho más tiempo de lo normal en ella. Sus amigas y su familia pensaban que ese era ya el definitivo. Cuando anunció que lo había invitado a merendar a casa y lo presentaría a la familia, no se lo podían creer. Nunca había llevado a casa a ninguno, así que parecía que la cosa ya ¡por fin! iba en serio.



Llegó el día señalado. Todo estaba dispuesto para conocer al guapo, educado y elegante novio. Sonó el timbre y todos se miraron nerviosos. Amelia pidió tranquilidad y se dirigió a abrir la puerta. Apareció segundos después con un ramo de rosas rojas, y del brazo de un adonis que quitaba el hipo. Él llevaba una gran bandeja de pasteles porque, según dijo, era muy goloso. Una vez acabada las presentaciones y los primeros y lógicos titubeos, pasaron al comedor.

Empezó la merienda, la conversación y las preguntas – impertinentes, según Amelia - acerca de su profesión. A la familia, a priori, le gustó aquel chico abierto y simpático. Hasta que estalló la bomba. Llegó la hora de abrir la bandeja de los pasteles; la madre de Amelia, con mucha delicadeza, va rompiendo despacio el envoltorio de papel soltando un ¡OOOOHHH¡ cuando vio la magnífica pastelería delante de sus ojos. Dulces pequeños, finos y delicados. De infinidad de sabores, colores…pero uno…sólo uno, destacaba sobre los demás; uno grande, redondo y que subía en espiral; de hojaldre y nata que se derramaba por los bordes. Los sobrinos de Amelia, niños de siete y nueve años, se lanzaron con la lengua relamiéndose los labios, las bocas se les hacia agua, y la saliva estaba a punto de escurrirles encima del mantel. Ya sus manos estaban camino de la bandeja, en lucha por ser el primero en alcanzar aquella maravilla de pastel, cuando de repente, un fuerte vozarrón los dejó petrificados, con las manos en el aire, asustados…


-¡quietos, alto ahí! ¡que nadie se mueva! ¡Ese pastel que parece una “cagada,” es para mí! Y cogiéndolo con las dos manos se lo llevó a la boca, devorándolo, saboreándolo con los ojos cerrados, deleitándose…la nata se le escapaba por las comisuras de los labios, le escurría por la barbilla y terminaba cayendo en su estupenda corbata.
El gozo de Amelia cayó en el pozo más profundo. Lo despidió diciéndole de todo y con la “cagada” aplastada en la cara. Esta vez la familia de Amelia le tuvo que dar la razón.

Pero ese de la revista, de la perfecta dentadura, rubio, de ojos claros, y que solicitaba correspondencia con chica seria y educada para relaciones serias, ese, era el hombre perfecto. La correspondencia empezó enseguida. Casi a diario recibía cartas del hombre de su vida y que ella contestaba ilusionada y enamorada. Él le enviaba fotos sentado sobre una duna con un turbante en la cabeza; en bañador en una playa casi virgen; encima de un carro de combate en uniforme militar… ella, cada vez más enamorada, le decía que tenía ganas de verlo en persona, y que cuándo podrían conocerse.
El día que recibió la carta con una preciosa foto de él, con su maravillosa y reluciente sonrisa, y que, en su reverso le decía: “para la mujer más hermosa, para la madre de mis futuros hijos, con amor,” ella ya estaba pensando en la boda, en la iglesia, en el banquete, y en lo que iba a presumir delante de sus amigas con ese novio tan guapo. Leyó las pocas letras de la carta donde le decía la fecha de la llegada y corrió a decírselo a la familia.

Una semana después, la familia estaba otra vez nerviosa. Rezaban, rogaban, pedían a todos los santos conocidos que aquel hombre fuera de su gusto. A San Antonio, su madre le prometió llenar de velas su altar. A Santa Rita, patrona de lo imposible, lo mismo. Amelia estaba nerviosa. Era el día que vendría a conocerla. La iría a buscar a su casa, se irían luego a cenar, hablarían mucho de ellos, de los proyectos que ya por carta habían ideado. Habían sido ocho meses de relación, y se conocían muy bien, se habían contado su vida, lo que hacían, y lo que harían cuando se casaran, que según él, sería muy pronto.

Sonó el timbre. La familia esperando en el salón. Amelia pidiendo tranquilidad. Estaba espectacular de guapa. No había nada en su vestuario fuera de lugar; su preciosa melena impecable, su manicura, su leve maquillaje, sus labios…todo estaba perfecto. Se fue a abrir la puerta justo cuando el timbre daba su segunda llamada. Y la abrió. Y algo verde le llenó sus ojos, su mirada se deslizó un poco hacia arriba y una sonrisa la recibió. Una sonrisa que ella no conocía. Pensó que no era la persona que estaba esperando. La sonrisa dijo hola, pero no hubo respuesta. El uniforme de la legión, con el galón de cabo cruzándole el brazo, se le acercó para besarla. Ella lo rechazó de mala manera. El sonreía, sonreía y sonreía. Y ella miraba su sonrisa hueca, sin dientes. Aquella sonrisa de perfecta dentadura, aquella sonrisa que la cautivó, no era la que estaba viendo. Y entonces dijo sus primeras palabras: ¿Qué pasó con tus dientes? ¿Qué pasó con tu maravillosa dentadura? ¿ Qué pasó con tu sonrisa? Decía esto al mismo tiempo que dos hermosa lágrimas bajaban por sus mejillas. Él, sin parar de sonreir, sin importarle para nada la nefasta opinión que ella se estaba haciendo de él dijo : “Nena, estabas tan deseosa de verme, que tuve que vender mi hermosa dentadura postiza, con mis dos maravillosos dientes de oro, para comprar el pasaje y venir a verte.”

El tortazo fue enorme. Y el portazo hizo que temblara los cimientos del edificio.

Hoy, muchos años después, Amelia sigue esperando su hombre ideal. “algún día aparecerá” decía, mientras que, con los ojos cerrados, pedía un deseo antes de apagar las ochenta velitas de colores de su tarta de cumpleaños.
A veces, los deseos se cumplen.

María Manrique - Mayo 2011

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