lunes, 29 de agosto de 2011

Son mi corazón



Como en bandolera.
Así, como en bandolera los llevo colgados.
Son seis.
Seis pequeños corazones.
Seis pequeños corazones pegados a mi piel.
Seis almas que tienen atrapada mi alma.
Seis almas que son corazones de otras seis almas.
Herencia viva de mi propia alma.
Seis corazones que alegran mi propio corazón.
Seis almas que rondan mi vida porque son mi propia vida.
Seis pequeñas vidas que colman mi vida.
Seis pequeñas vidas con seis ilusiones.


martes, 16 de agosto de 2011

Diario inacabado


Día 12 de un mes. De un año.

Hoy ha sido el día. Estaba escrito ya en la lista de tu destino. Hoy no he llorado nada. Ni una sola lágrima ha asomado a mis ojos; no he sentido dolor, ni pena, ni angustia. Estaba en una nube, flotando. Arropada, abrazada, consolada; gente, mucha gente. Yo veía, pero no veía. Oía, pero no oía. Estaba pero no estaba.
.
Ahora escribo esto con manos temblorosas. Ahora estoy empezando a darme cuenta de lo que ha pasado. Ahora me empieza la angustia, la pena, el dolor que me corroe las entrañas. Las lágrimas me borran la visión; la ausencia ocupa un espacio grande, tan grande… que caben tus abrazos, tus palabras, tu perfume. No puedo creer que ya no estés aquí, que no me hables. Estoy viendo tus cosas en tu mesita; tus gafas cerradas encima del libro que estabas leyendo, ¿te acuerdas? Te lo recomendé yo. Insistí mucho para que lo leyeras. Tú no querías; a ti te guastaba más la mitología, los libros de viajes…pero al final te convencí. Empezaste a leer “Los pilares de la tierra” y te entusiasmaste. Ahora lo veo ahí, donde lo dejaste hace sólo una noche, con el bonito marcapáginas que te presté de mi colección, señalando la página que retornarías a leer al día siguiente. Pero tú no volviste a leer. Te quedaste a mitad de la historia, como también te quedaste a mitad de la tuya. Un libro inacabado. Una vida que le quedaba mucha historia.



Día 13. Mismo mes. Mismo año.

El silencio y el cansancio. La vuelta al nido vacío se hace difícil. Ahora habita en mí la tristeza. Profunda, dolorosa, inaguantable. Me duele tu recuerdo. Ha caído la noche sin darme apenas cuenta. He repasado nuestra vida, nuestros momentos, nuestras risas, nuestros problemas… sin darme cuenta del tiempo. Y quedaba aún mucha vida. Quedaban muchos momentos. Muchas cosas que decir. Cosas que por desgracia no estaban escritas en la lista de tu destino. Ni en la de mi destino. Porque eran cosas para ti. Cosas que sólo a ti te diría, cosas que se quedaron ahí; cosas inexistentes.

lunes, 1 de agosto de 2011

Las cartas de Amelia


“Es el hombre más guapo que he visto” - decía Amelia – “y eso que he conocido a muchos”
La fotografía que estaba viendo en la revista semanal más de moda en aquel tiempo, mostraba a un hombre rubio de ojos claros, hermosas facciones y una cautivadora sonrisa. En su blanca y perfecta dentadura relucían dos dientes dorados que también, según Amelia, se usaba mucho y era un signo de distinción y elegancia. Dos preciosos dientes de oro que relucían como dos soles.
Amelia era una maniática; sacaba defectos a todo hombre que se le acercaba. Desde muy jovencita había tenido pretendientes dispuestos a amarla para siempre jamás. Ella era una rompecorazones que se sabía bella, escultural y que se fijaba mucho en que ellos fueran muy educados, finos, muy guapos y elegantes. Eso era lo que buscaba. Cuando creía que lo había encontrado, surgía algo, una pequeña cosita de nada, que ella interpretaba como algo inadecuado y ya lo despedía sin contemplación. Así, los años pasaban irremediablemente. Por unas cosas u otras, lo novios o pretendientes le duraban lo que un caramelo y lo que era peor, ella iba camino de vestir santos.
Una vez estuvo con un novio mucho más tiempo de lo normal en ella. Sus amigas y su familia pensaban que ese era ya el definitivo. Cuando anunció que lo había invitado a merendar a casa y lo presentaría a la familia, no se lo podían creer. Nunca había llevado a casa a ninguno, así que parecía que la cosa ya ¡por fin! iba en serio.



Llegó el día señalado. Todo estaba dispuesto para conocer al guapo, educado y elegante novio. Sonó el timbre y todos se miraron nerviosos. Amelia pidió tranquilidad y se dirigió a abrir la puerta. Apareció segundos después con un ramo de rosas rojas, y del brazo de un adonis que quitaba el hipo. Él llevaba una gran bandeja de pasteles porque, según dijo, era muy goloso. Una vez acabada las presentaciones y los primeros y lógicos titubeos, pasaron al comedor.

Empezó la merienda, la conversación y las preguntas – impertinentes, según Amelia - acerca de su profesión. A la familia, a priori, le gustó aquel chico abierto y simpático. Hasta que estalló la bomba. Llegó la hora de abrir la bandeja de los pasteles; la madre de Amelia, con mucha delicadeza, va rompiendo despacio el envoltorio de papel soltando un ¡OOOOHHH¡ cuando vio la magnífica pastelería delante de sus ojos. Dulces pequeños, finos y delicados. De infinidad de sabores, colores…pero uno…sólo uno, destacaba sobre los demás; uno grande, redondo y que subía en espiral; de hojaldre y nata que se derramaba por los bordes. Los sobrinos de Amelia, niños de siete y nueve años, se lanzaron con la lengua relamiéndose los labios, las bocas se les hacia agua, y la saliva estaba a punto de escurrirles encima del mantel. Ya sus manos estaban camino de la bandeja, en lucha por ser el primero en alcanzar aquella maravilla de pastel, cuando de repente, un fuerte vozarrón los dejó petrificados, con las manos en el aire, asustados…