“Es el hombre más guapo que he visto” - decía Amelia – “y eso que he conocido a muchos”
La fotografía que estaba viendo en la revista semanal más de moda en aquel tiempo, mostraba a un hombre rubio de ojos claros, hermosas facciones y una cautivadora sonrisa. En su blanca y perfecta dentadura relucían dos dientes dorados que también, según Amelia, se usaba mucho y era un signo de distinción y elegancia. Dos preciosos dientes de oro que relucían como dos soles.
Amelia era una maniática; sacaba defectos a todo hombre que se le acercaba. Desde muy jovencita había tenido pretendientes dispuestos a amarla para siempre jamás. Ella era una rompecorazones que se sabía bella, escultural y que se fijaba mucho en que ellos fueran muy educados, finos, muy guapos y elegantes. Eso era lo que buscaba. Cuando creía que lo había encontrado, surgía algo, una pequeña cosita de nada, que ella interpretaba como algo inadecuado y ya lo despedía sin contemplación. Así, los años pasaban irremediablemente. Por unas cosas u otras, lo novios o pretendientes le duraban lo que un caramelo y lo que era peor, ella iba camino de vestir santos.
Una vez estuvo con un novio mucho más tiempo de lo normal en ella. Sus amigas y su familia pensaban que ese era ya el definitivo. Cuando anunció que lo había invitado a merendar a casa y lo presentaría a la familia, no se lo podían creer. Nunca había llevado a casa a ninguno, así que parecía que la cosa ya ¡por fin! iba en serio.
Llegó el día señalado. Todo estaba dispuesto para conocer al guapo, educado y elegante novio. Sonó el timbre y todos se miraron nerviosos. Amelia pidió tranquilidad y se dirigió a abrir la puerta. Apareció segundos después con un ramo de rosas rojas, y del brazo de un adonis que quitaba el hipo. Él llevaba una gran bandeja de pasteles porque, según dijo, era muy goloso. Una vez acabada las presentaciones y los primeros y lógicos titubeos, pasaron al comedor.
Empezó la merienda, la conversación y las preguntas – impertinentes, según Amelia - acerca de su profesión. A la familia, a priori, le gustó aquel chico abierto y simpático. Hasta que estalló la bomba. Llegó la hora de abrir la bandeja de los pasteles; la madre de Amelia, con mucha delicadeza, va rompiendo despacio el envoltorio de papel soltando un ¡OOOOHHH¡ cuando vio la magnífica pastelería delante de sus ojos. Dulces pequeños, finos y delicados. De infinidad de sabores, colores…pero uno…sólo uno, destacaba sobre los demás; uno grande, redondo y que subía en espiral; de hojaldre y nata que se derramaba por los bordes. Los sobrinos de Amelia, niños de siete y nueve años, se lanzaron con la lengua relamiéndose los labios, las bocas se les hacia agua, y la saliva estaba a punto de escurrirles encima del mantel. Ya sus manos estaban camino de la bandeja, en lucha por ser el primero en alcanzar aquella maravilla de pastel, cuando de repente, un fuerte vozarrón los dejó petrificados, con las manos en el aire, asustados…