sábado, 30 de abril de 2011

Toda una vida



La habitación estaba en penumbra, sólo una débil luz procedente de las farolas de la calle se colaba a través de las cortinas del gran ventanal del dormitorio. Llovía suavemente y el pequeño chisporroteo envolvía agradablemente el silencio de la madrugada.
Tres horas después, la luz brillante del sol iluminó la estancia y el sonido del despertador, aquel antiguo, feo, y escandaloso despertador, que Juan había comprado cuando su hijo empezó la universidad, lo despertó bruscamente como todos los días; después de tantos años escuchando cada mañana el mismo sonido, aún lo sobresaltaba.
Se levantó despacio, con muecas de dolor en su arrugada cara, deslizó sus pies en las zapatillas y salió de la habitación con sus pasitos cortos, arrastrándolas por las frías baldosas.
Hoy lo llamaría. Ayer también lo llamó, y mañana lo llamará de nuevo. Julián nunca contestaba las llamadas de su padre. El contestador le devolvía la voz enlatada de su hijo: “En estos momentos no estoy en casa, llame más tarde”. Juan sabía la respuesta antes de marcar, pero insistía una y otra vez, y luego colgaba. “Mañana seguro que está, el pobre, trabaja mucho”.
Juan se sienta en su butaca a ver las viejas fotos del descolorido álbum familiar. Una pareja joven y guapa vestidos de novios y cogidos de la mano, sonríe a la cámara; a pie de foto unas pocas letras ya casi borradas: nuestra boda. La siguiente, la misma pareja está en una playa, ella con los pies en el agua y la falda arremangada, él, con los zapatos de los dos en una mano y con la otra le envía un beso; los dos están riendo, y se les ve felices. Eran fotos de su boda y luna de miel.



El viaje había sido en tren y era la primera vez que ella viajaba. Lo más lejos que había estado de su pueblo fue cuando se casó una prima, y la boda se celebró en la capital de la provincia, a unos sesenta kilómetros. Pero en su luna de miel fueron un poco más lejos, él quería que ella conociera el mar; le había hablado tanto de él… Juan lo conoció cuando hizo el servicio militar, y a ella le hacía tanta ilusión… cuatro días después ya estaban de vuelta; las labores del campo no podían esperar.
Ahora Juan observa con dulzura la foto de un niño recién nacido, con la carita regordeta y un gorrito, envuelto en mantitas. A su lado, otra foto del mismo niño montado en un caballo de cartón, vestido al estilo vaquero con su gorro y su pistola de madera. Juan sabe de memoria la situación de las fotos en el álbum, las ve a diario; no quiere olvidar los rostros, los de antes… jóvenes, llenos de vida, ilusionados, con proyectos… Y los de ahora. Los de ahora que sólo ve en las fotos. Los de ahora que no los ve ni los oye. Ahora que los necesita más que nunca, que se siente más cansado, que los recuerdos le fluyen sólo cuando hojea el álbum de tapas marrones y de hojas amarillentas de tanto usarlo; el álbum que lo mantiene unido a los suyos.



Juan mira la foto de su hijo recién nacido, y recuerda ese día cómo el más feliz de su vida. Recuerda los angustiosos gritos de su mujer, mientras se desarrollaba un parto lento, y difícil. En casa, como se hacía entonces. Él esperaba fuera, fumando nervioso, y deseando que todo acabara ya. No soportaba oír el sufrimiento de Emilia; el tiempo pasaba lento y era desesperante.
El llanto vivo y enérgico de su hijo, lo sacó de aquella angustia que durante varias horas lo había tenido en un sin vivir. Cuando minutos después lo tuvo en brazos, pensó que valió la pena la angustia. Se sentía el más feliz de los mortales.
Juan pasa las hojas emocionado; quisiera que el tiempo retrocediera, quizá es que no hizo bien las cosas; pero él lo hizo lo mejor que pudo y supo. Nunca un mal gesto, nunca una mala palabra, siempre hablando las cosas, con cariño… ¿Entonces?
La siguiente foto muestra a un Julián veintiséis años mayor que en la anterior, mostrando su título de doctor en medicina. Está sonriente y feliz; en la siguiente está junto a sus padres con los brazos echados sobre sus hombros, y su padre con el título de su hijo enseñándolo a la cámara, muy orgulloso.
La siguiente, una preciosa y joven mujer está besando a su hijo, y éste tiene un brazo alrededor de su cintura. Es Marina, la novia, la chica que se casó con él un año después de esa fotografía. Marina, la chica amable y dulce a la que tanto quiere Juan, y a la que tanto quiso Emilia. La madre de sus dos queridos nietos que no ve… ¿desde cuándo? No sabe, ya ni se acuerda.
Sigue hojeando el viejo álbum, y ve pasar su vida, la de su esposa, la de su hijo, la de sus nietos. Si ahora se hicieran una foto de familia, se notarían las ausencias: su esposa murió pocos meses después de nacer su segundo nieto. Su hijo se separó de Marina. Juan nunca comprendió cómo su hijo dejó que eso pasara; Marina era una mujer simpática, cariñosa con sus suegros, siempre pendiente de que estuvieran bien y que no les faltara de nada. Estupenda madre, preocupada por sus hijos, de su educación, de sus estudios…aún ahora, después de varios años de la separación, y de haberse casado de nuevo, llamaba a Juan dos o tres veces en la semana e iba al pueblo a visitarlo cuando su trabajo se lo permitía. Pero a Julián pasaba meses sin verlo, a sus nietos sólo los veía en Navidad, y algunos días en verano. Los estudios, abuelo, le decían. Y había años que ni eso.
Juan cierra el álbum y lo guarda en la estantería; se dirige a la cocina y pone la leche a calentar, hace café y se sienta a desayunar en el mismo banco de siempre, justo frente al banco donde se sentaba su mujer. Allí, en la soledad de la cocina, y con el silencio sólo roto por el chisporroteo de la leña en la chimenea, Juan recuerda los desayunos, las conversaciones, las risas, las prisas para que Julián no llegara tarde a la escuela; luego la despedida en la puerta cuando salía en la bicicleta, y las recomendaciones de su madre para que tuviese cuidado. Las protestas de Julián porque su madre era una pesada. Más tarde, el paseo a la hora de la salida de la escuela, para volver juntos por el camino de tierra bordeado de chopos, y con el ruido del rio chocando entre las pequeñas y desperdigadas rocas que encuentra en su incesante camino hacia el mar, todavía a cientos de kilómetros más abajo. Julián camina al lado de su padre, llevando la bicicleta despacio, charlando y admirando el paisaje tan conocido, pero que cada día le mostraba algo diferente; parecía que la naturaleza se cambiara de vestido durante la noche, para luego presumir delante de ellos.
¿Dónde había quedado todo eso? Ya sabía que nada es eterno, que nada podía seguir siendo igual, pero el amor, el cariño… ¿también cambiaba? Eso era lo que lo tenía en un sin vivir; angustiado, depresivo y preocupado, pero él no se iba a rendir. Seguiría llamando a diario, a la misma hora, día tras día, sin descanso. No, no tenía que pensar en eso, su hijo lo adoraba, lo que pasa es que estaba muy ocupado. Con muchísimo trabajo. Seguro que mañana se descuelga el teléfono al otro lado de la línea.

M. Manrique. Febrero 2011


4 comentarios:

Anónimo dijo...

Me quedo triste, esperanzada de que al fin Juan hable con su padre y no solamente, inmortalice sus recuerdos viendo viejas fotos...a veces no nos damos cuenta de las cosas que dejamos de decir...felicitaciones, escribes maravillosamente.

saludos

Anónimo dijo...

Muchas gracias! Tú si que escribes bien. Yo estoy aprendiendo... Un abrazo!! Maria Manrique.

Yolanda Almansa dijo...

Has plasmado maravillosamente ese distanciamiento sin causa que a veces se produce entre padres e hijos. Julian podría descolgar el teléfono y conversar con su padre, quizás hacerle comprender qué fue de su vida, el porqué de su silencio, pero... Bueno, me ha gustado tal cual lo has escrito, sin final dulce.

María dijo...

Hola, Yolanda, Sí, tienes razón, podría descolgar el teléfono, incluso pensé darle un final feliz, pero también pensé que hay hijos así, por desgracia.Lo bueno de escribir es que tienes tantas ocasiones de escribir finales felices,como tristes. Forma parte de la vida.Un abrazo y gracias. Me encantan tus comentarios.