Pasa junto a mí la tenue luz y bajo su influjo me pierdo en sus sombras. Soñé que tu mano me llevaba por caminos solitarios, allá donde hasta los susurros tienen su perfume.
lunes, 23 de mayo de 2011
viernes, 6 de mayo de 2011
sábado, 30 de abril de 2011
Toda una vida
La habitación estaba en penumbra, sólo una débil luz procedente de las farolas de la calle se colaba a través de las cortinas del gran ventanal del dormitorio. Llovía suavemente y el pequeño chisporroteo envolvía agradablemente el silencio de la madrugada.
Tres horas después, la luz brillante del sol iluminó la estancia y el sonido del despertador, aquel antiguo, feo, y escandaloso despertador, que Juan había comprado cuando su hijo empezó la universidad, lo despertó bruscamente como todos los días; después de tantos años escuchando cada mañana el mismo sonido, aún lo sobresaltaba.
Se levantó despacio, con muecas de dolor en su arrugada cara, deslizó sus pies en las zapatillas y salió de la habitación con sus pasitos cortos, arrastrándolas por las frías baldosas.
Hoy lo llamaría. Ayer también lo llamó, y mañana lo llamará de nuevo. Julián nunca contestaba las llamadas de su padre. El contestador le devolvía la voz enlatada de su hijo: “En estos momentos no estoy en casa, llame más tarde”. Juan sabía la respuesta antes de marcar, pero insistía una y otra vez, y luego colgaba. “Mañana seguro que está, el pobre, trabaja mucho”.
Juan se sienta en su butaca a ver las viejas fotos del descolorido álbum familiar. Una pareja joven y guapa vestidos de novios y cogidos de la mano, sonríe a la cámara; a pie de foto unas pocas letras ya casi borradas: nuestra boda. La siguiente, la misma pareja está en una playa, ella con los pies en el agua y la falda arremangada, él, con los zapatos de los dos en una mano y con la otra le envía un beso; los dos están riendo, y se les ve felices. Eran fotos de su boda y luna de miel.
El viaje había sido en tren y era la primera vez que ella viajaba. Lo más lejos que había estado de su pueblo fue cuando se casó una prima, y la boda se celebró en la capital de la provincia, a unos sesenta kilómetros. Pero en su luna de miel fueron un poco más lejos, él quería que ella conociera el mar; le había hablado tanto de él… Juan lo conoció cuando hizo el servicio militar, y a ella le hacía tanta ilusión… cuatro días después ya estaban de vuelta; las labores del campo no podían esperar.
Ahora Juan observa con dulzura la foto de un niño recién nacido, con la carita regordeta y un gorrito, envuelto en mantitas. A su lado, otra foto del mismo niño montado en un caballo de cartón, vestido al estilo vaquero con su gorro y su pistola de madera. Juan sabe de memoria la situación de las fotos en el álbum, las ve a diario; no quiere olvidar los rostros, los de antes… jóvenes, llenos de vida, ilusionados, con proyectos… Y los de ahora. Los de ahora que sólo ve en las fotos. Los de ahora que no los ve ni los oye. Ahora que los necesita más que nunca, que se siente más cansado, que los recuerdos le fluyen sólo cuando hojea el álbum de tapas marrones y de hojas amarillentas de tanto usarlo; el álbum que lo mantiene unido a los suyos.
lunes, 11 de abril de 2011
Por fin, el beso
Llovía intensamente aquella tarde y el agua empezaba a embarrar las calles sin asfaltar del pequeño pueblo. El anciano, con sus pasitos cortos pero rápidos, caminaba hundiendo su bastón en el fango, sin importarle que el agua le calara sus ropas y le tapara la visión, porque de su negra boina y cómo cataratas, se escurría sobre su cara, sus ojos y al resto de su pequeño y doblado cuerpo.
miércoles, 6 de abril de 2011
El perdón
Fui creando la maraña de mi vida, y tú, alma pura, te cruzaste en mi camino y en silencio me seguiste.
Mi mente y su locura se cruzaron en tu vida, y tú, ciego de amor, engalanabas mis desdichas con mañanas de rosas esparcidas por mi lecho.
Sombríos tus ojos por la pena, pintabas tu amor desesperado…
¡Y cada pincelada era un beso!
¡Y cada color un suspiro!
¡Y cada trazo un lamento!
¡Y cada paisaje acabado…un sufrimiento!
Te herí, pero no era yo.
Te humillé pero no era yo.
Mucho me tenías que querer, porque en la densa neblina de mi mente, bañabas mi rostro de lágrimas amargas.
Al menor movimiento. Al pequeño suspiro. O al leve susurro de mis desvaríos… Allí estaban tus brazos abrazando los míos.
En velas las noches…
Y te despreciaba, pero no era yo.
Y te maltrataba, pero no era yo.
Ahora ha vuelto la cordura a mi desvalida mente; se ha desenredado la maraña que me tuvo prisionera.
Se han abierto las jaulas y ya libre, he soñado mis sueños; los míos, los míos y los tuyos, los tuyos y los míos…los nuestros…
¡Ahora te pido perdón porque estuve ausente!
¡Ahora te pido perdón por dejar de amarte!
¡Ahora te pido perdón por no comprenderte!
¡Ahora te suplico, amor, que vuelvas a amarme!
¡Ahora mi anhelo es sólo quererte!
¡Ahora me duele mi desgarrado corazón, por no encontrarte!
M. Manrique Enero 2011
miércoles, 30 de marzo de 2011
Fátima
Fátima llamó a la puerta de la calle como cada día. Sus suaves toques me despertaban, y ella esperaba paciente a que yo le abriera la puerta. “Buenos días” me decía en un medio español con acento marroquí, y se iba directamente a la cocina a recoger agua en grandes cubos para llevarla a su casa. Fátima era mi vecina y dueña de la casa que yo habitaba. “Luego tú no olvida de viene a tóma té con minta” me decía antes de irse. Ella pensaba que estaba obligada a invitarme a té con menta como pago al agua que se llevaba diariamente, ya que no tenía agua corriente. Por mucho que yo le dijera que no tenía importancia, ella insistía tanto, que tuve que dejarlo por imposible y ya se convirtió en una rutina diaria. Tú me das agua, yo te doy té.
En aquella pequeña y preciosa ciudad marroquí, la mayoría de las casas tenían pozos en los grandes patios para recoger el agua de lluvia, y las nuestras también lo tenían pero Fátima decía que no le gustaba para beberla porque le sentaba “igual piedra en bariga”.
Aquella mañana, la niebla era tan intensa, que apenas se distinguía el bonito monte que estaba justo detrás de nuestras casas. La pequeña tienda de comestibles de Said, en una de las esquinas de la calle, quedó escondida, al igual que el taller del platero Alí y la tienda de radios y transistores de mi amigo Manu.
Subí a la azotea porque desde allí se divisaba parte de la ciudad. El cercano aeropuerto, el instituto, la carretera que llegaba a los cuarteles, y las bonitas casas de la policía. Hoy todo era como una ciudad fantasma, no se veía nada, ni había nadie por las calles; el silencio era total, sólo roto por la radio de Fátima, que emitía en aquel momento música árabe, y que se colaba por el hueco de su patio. Ya sabíamos que íbamos a estar así dos o tres días; que no saldrían ni aterrizarían aviones del pequeño aeropuerto, pero que –cosa curiosa- la televisión se vería de maravilla.
Unas horas después estaba sentada en el suelo, encima de una bonita alfombra roja estampada con dibujos geométricos y con las piernas cruzadas al estilo árabe. Veía el ritual del té, aspiraba el aroma de la menta, mordisqueaba los diferentes frutos secos que Fátima dispuso en un gran bol, saboreaba los riquísimos dulces de almendra y miel, y bebía los tres vasos de té de rigor, bien escanciado para que se formara espuma, y bien caliente. El primero, amargo como la vida. El segundo, fuerte como el amor. El tercero, dulce como la muerte. Fátima aprovechaba esos momentos de té para contarme sus cosas; los chimes del barrio, lo mala que era su cuñada y lo serio que era su marido. Cuando salí de nuevo a la calle, la niebla se había disipado un poco, pero todo estaba húmedo y triste.
Al día siguiente, el panorama era el mismo. Otra vez aquella niebla cerrada que te rizaba el pelo, que se calaba en los huesos y te ponía de mal humor. Tenía ganas de dar un paseo por la bonita Plaza de España, por la calle principal llena de comercios con toda clase de artículos típicos: alfombras, juegos de té, tajines, telas de vivos colores, babuchas… y bajar hasta la playa, ir de compras al zoco, y tomar después algo en el bar del club, pero el día no
ayudaba y decidí pasar la tarde en casa. Fátima se había ofrecido a enseñarme a cocinar algunos platos típicos y decidimos que ese era un buen día para empezar.
viernes, 18 de marzo de 2011
La pastilla de jabón
Una pastilla de jabón ha tenido la culpa. Hoy he aspirado el aroma de una pastilla de jabón, ya olvidado en los anales de mi memoria. Hoy, el sentido del olfato se ha conectado, como si de una corriente eléctrica se tratara, con los otros cuatro sentidos. Hoy, todos ellos se han puesto de acuerdo para encender el interruptor de mi memoria, y han puesto tanto empeño, que el baúl de los recuerdos olvidados se ha abierto, saliendo a borbotones vivencias infantiles de aquellos años en blanco y negro (políticamente negros) y que, sin embargo, yo los viví con todos los colores del arcoíris.
Cada recuerdo ha escogido su sentido, y así, el sentido de la vista me lleva a ver los zapatitos negros de charol; brillantes, relucientes, alineados a los pies de la cama. Encima de la impoluta colcha blanca, espera el vestido de organdí con su gran lazo atado a la espalda y la combinación almidonada con su puntillita de encaje, que luego asomaría por debajo del vestido inmaculado. Veo la bañera de cuatro patas con formas de garra de león y el chorro del agua saliendo de un grifo dorado; veo a mi madre peinándome el pelo aún húmedo en una bonita trenza que luego caería por mi espalda; y me veo de su mano camino de misa de doce.
El sentido del oído me lleva a la antigua radio que mi padre había traído de África. Las canciones de Machín, las coplas de La Piquer, el anuncio publicitario del famoso “Cola-cao” con su pegadiza canción “Es el cola-cao desayunos y meriendas”; las radionovelas de Guillermo Sautier Casaseca, Pedro Pablo Ayuso y Matilde Vilariño; Los discos dedicados, donde se podía escuchar los éxitos de entonces. “Para el niño Julianín Pérez, con mucho cariño de su tía Pepita, por su próxima comunión” y entonces saltaba a las ondas la prodigiosa voz del pequeño ruiseñor Joselito, que se mezclaba con el ruido de la máquina de coser Alfa de mi madre que, pedalea que te pedalea, me cosía los preciosos vestidos que luego estrenaba al domingo siguiente.
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