La habitación estaba en penumbra, sólo una débil luz procedente de las farolas de la calle se colaba a través de las cortinas del gran ventanal del dormitorio. Llovía suavemente y el pequeño chisporroteo envolvía agradablemente el silencio de la madrugada.
Tres horas después, la luz brillante del sol iluminó la estancia y el sonido del despertador, aquel antiguo, feo, y escandaloso despertador, que Juan había comprado cuando su hijo empezó la universidad, lo despertó bruscamente como todos los días; después de tantos años escuchando cada mañana el mismo sonido, aún lo sobresaltaba.
Se levantó despacio, con muecas de dolor en su arrugada cara, deslizó sus pies en las zapatillas y salió de la habitación con sus pasitos cortos, arrastrándolas por las frías baldosas.
Hoy lo llamaría. Ayer también lo llamó, y mañana lo llamará de nuevo. Julián nunca contestaba las llamadas de su padre. El contestador le devolvía la voz enlatada de su hijo: “En estos momentos no estoy en casa, llame más tarde”. Juan sabía la respuesta antes de marcar, pero insistía una y otra vez, y luego colgaba. “Mañana seguro que está, el pobre, trabaja mucho”.
Juan se sienta en su butaca a ver las viejas fotos del descolorido álbum familiar. Una pareja joven y guapa vestidos de novios y cogidos de la mano, sonríe a la cámara; a pie de foto unas pocas letras ya casi borradas: nuestra boda. La siguiente, la misma pareja está en una playa, ella con los pies en el agua y la falda arremangada, él, con los zapatos de los dos en una mano y con la otra le envía un beso; los dos están riendo, y se les ve felices. Eran fotos de su boda y luna de miel.
El viaje había sido en tren y era la primera vez que ella viajaba. Lo más lejos que había estado de su pueblo fue cuando se casó una prima, y la boda se celebró en la capital de la provincia, a unos sesenta kilómetros. Pero en su luna de miel fueron un poco más lejos, él quería que ella conociera el mar; le había hablado tanto de él… Juan lo conoció cuando hizo el servicio militar, y a ella le hacía tanta ilusión… cuatro días después ya estaban de vuelta; las labores del campo no podían esperar.
Ahora Juan observa con dulzura la foto de un niño recién nacido, con la carita regordeta y un gorrito, envuelto en mantitas. A su lado, otra foto del mismo niño montado en un caballo de cartón, vestido al estilo vaquero con su gorro y su pistola de madera. Juan sabe de memoria la situación de las fotos en el álbum, las ve a diario; no quiere olvidar los rostros, los de antes… jóvenes, llenos de vida, ilusionados, con proyectos… Y los de ahora. Los de ahora que sólo ve en las fotos. Los de ahora que no los ve ni los oye. Ahora que los necesita más que nunca, que se siente más cansado, que los recuerdos le fluyen sólo cuando hojea el álbum de tapas marrones y de hojas amarillentas de tanto usarlo; el álbum que lo mantiene unido a los suyos.