lunes, 24 de octubre de 2011

La venganza de D. Jacinto


Calor. Hasta las moscas parecían mareadas. Las ramas de los árboles caían lacias, tristes. El ventilador, en lo alto del techo, recordaba un molino invertido con sus grandes aspas dando vueltas inútilmente, pues no se movía ni una pequeña brizna de aire.
 

Don Jacinto tenía una mosca en la nariz. Dormía profundamente bajo el ventilador y de vez en cuando se daba manotazos para quitarse a la pesada mosca; Ésta salía revoloteando y volvía a posarse otra vez en la nariz; tranquila, pesada, cojonera. El libro que estaba leyendo Jacinto se cayó de su barriga nada más posar la cabeza en la hamaca. "Un largo y cálido verano" se titulaba. Muy apropiado.

El rugir de un motor lo despertó de su merecida siesta.  El camión de los "Turcos" pasaba todos los días a la misma hora.  Y lo hacía a propósito. Para fastidiar. Tocaba la bocina sin que la mano que lo hacía se despegara durante un minuto. Eso es lo que Jacinto había calculado. Un minuto. Pero él no se inmutaba. Él sólo pensaba. Día y noche.  Y cada vez tenía más claro lo que tenía que hacer. Si acaso, lo que a veces le hacía dudar era su hija. Su hija estaba casada con El Turco, su enemigo más odioso. Le molestaba enormemente que a su hija la llamaran en el pueblo, La Turca. Eso lo tenía en un sin vivir y todo, porque cuando se casó con aquel vago, mujeriego, borrachín y vividor, no se le ocurrió otro sitio para la luna de miel sino Turquía.



 El novio, con un pasado muy, muy remoto de sangre otomana, quiso conocer la tierra de sus tatarabuelos,  desde entonces, nadie les quitaría el mote: Los Turcos.
Pero Jacinto no lo odiaba por su "supuesta" sangre otomana, no, lo odiaba porque era malo, de lo peor de los alrededores.
Por eso pensaba y pensaba; sin decirle nada a nadie. Con tranquilidad. Seguro de lo que iba a hacer.
Se levantó de la hamaca y llevó la jaula a la sombra, le puso agua en el bebedero y entró en la cocina. Unos minutos después salió con una hermosa jarra de limonada fresca y se echó otra vez en la hamaca. Así estuvo hurgando en su cabeza, planeando, desarrollando su venganza. El periquito reanudó su alegría.


Aquel caluroso y sofocante verano iba pasando lento, pero llegando a su tan esperado fin. Ya en los árboles se empezaban a adivinar los colores amarillos, naranjas y rojos del inminente otoño.  Apenas se notaba, pero se confundían entre las hojas  verdes que, altaneras, se resistían a envejecer. Algunas  empezaban ya a alfombrar las campos y los paseos, y el ambiente era más fresco.
Don Jacinto tenía su plan casi terminado; había tenido todo un verano para pensar. Ya estaba todo a punto, sólo a falta de rematar algunos detalles.
Estaba claro que su hija sufría con El Turco; eso lo sabía todo el pueblo. Que se casó con ella por dinero, pues también lo sabían todos. Que la maltrataba, la humillaba y la engañaba con toda escoba con faldas que se le cruzaba en su camino, pues también. Y eso no lo soportaba D. Jacinto. Y el turco lo sabía.  Por eso le hacía daño molestándolo diariamente con las maldades que se le ocurrían. El Turco, lo que en realidad quería es que D. Jacinto dejase esta vida lo antes posible; una buena herencia estaba esperando en las arcas de su suegro y quería, deseaba y anhelaba "administrarla" él y eso, Jacinto no lo iba a permitir.


"¡¡Don Jacinto ha muerto!!" - gritaba la criada -  mientras corría camino abajo hacia la casa de Los Turcos.
Salió la hija y el yerno, ella, con la cara desencajada, pálida y preguntando desesperada qué había pasado. Él, detrás de ella, con una sonrisa socarrona, tranquilo, con ganas de saltar de alegría, cosa que se abstuvo de hacer para no levantar sospechas.


Tomasita, la fiel criada de Jacinto, les dio paso a la alcoba donde éste estaba en la cama tapado con una sábana. Su hija le destapó el rostro y lo besó, mientras sus lágrimas mojaban la cara  de su padre. Se abrazó a él y así estuvo unos minutos, hasta que Tomasita la separó con delicadeza y volvió a tapar al fallecido. Mientras, El Turco, permanecía a la puerta de la alcoba deseando que ya todo acabara para irse a la taberna a celebrarlo.


La criada no dejó que la hija le ayudara a amortajar el cuerpo de su padre. "Yo lo haré", -le dijo- "tú atiende a los vecinos que vendrán enseguida a darte sus condolencias"
Los servicios funerarios depositaron el cuerpo de Jacinto en el ataúd y lo llevaron a la gran sala de la casa. Allí, los vecinos y amigos lo  estuvieron velando toda la noche. Ya cerca del amanecer, Tomasita despidió a los vecinos con la excusa de que todos estaban cansados y que lo mejor era dormir unas horas, pues así todos estarían mejor para el momento duro del entierro que se celebraría unas horas después. Le pidió al Turco que él se quedara  allí, en el sofá del salón, y se llevó a la hija a su antigua habitación.


Media hora después, unos extraños ruidos pusieron en alerta al Turco que ya estaba medio dormido en el sofá que estaba justo enfrente del ataúd. Se levantó y miró, pero al no ver nada se volvió a echar en el sofá. Al rato volvió a escuchar ruidos, se levantó y se dirigió a la venta dándole la espalda al ataúd; corrió las cortinas y miró al jardín. Ahora, una respiración profunda cerca de su cuello lo dejó petrificado, aterrorizado.
Poco a poco se dio la vuelta mientras un sudor frío le empezaba a mojar la frente. En la semioscuridad del salón, una figura fantasmal envuelta en una especie de sábana lo miraba;  pálido, en silencio, con la mirada fija en él. Al Turco le salió un grito terrorífico de su garganta y dio un paso hacia atrás, hasta que la ventana lo paró. Quiso saltar al jardín, pero se olvidó que la ventana estaba enrejada. No tenía salida. El fantasma lo seguía mirando, sin pestañear. Comenzó a caminar despacio hacia él y los gritos aterradores del Turco ya le estaban destrozando la garganta. Se llevó las manos al cuello desabrochándose la camisa; le faltaba el aire y la respiración era cada vez más angustiosa. Ahora, las manos se aferran desesperadas a su pecho  y la cara cambia el gesto de miedo por otro de dolor horrible. Suda todo su cuerpo y empieza a caer despacio, agarrándose a la ventana. Sus rodillas tocan el suelo y ya casi no respira; El rostro ahora está rojo, congestionado por la falta de aire y termina cayendo definitivamente al suelo.


Tomasita, ya casi de día, sale gritando de la casa: "¡¡ Ha muerto el Turco, ha muerto el Turco"!! 
El pueblo, aquella noche veló al turco más por su mujer, que por él.  D. Jacinto  - que desde entonces le pusieron el mote de "El resucitado"- atendió como buen anfitrión al personal, repartiendo café y copas. Cada vez que se acercaba con la bandeja a uno de los allí presentes, le guiñaba un ojo a modo de complicidad. Las sonrisas entre ellos evidenciaba que, de la trama  ideada por Jacinto, todos estaban enterados. Todos habían realizado su papel a la perfección.
   
El turco fue enterrado sin pena ni gloria. La hija de D. Jacinto, La Turca,   una vez el sacerdote se hubo marchado,- único ignorante de la trama y todavía sorprendido por la inesperada resurrección de D. Jacinto - se despojó del velo negro que le cubría el rostro, se secó las falsas lágrimas y se tomó una copa a la salud de su padre.


Tomasita salió corriendo al amanecer. ¡¡ Don Jacinto ha muerto, D. Jacinto ha muerto!!


En el Más Allá, el alma del Turco no encontraba consuelo, y se vengó pagando con la misma moneda.
Es que, el que es malo, lo es hasta en la eternidad.

Pobre D. Jacinto. Le salió el tiro por la culata. Poco le duró el mote.

María.

2 comentarios:

Yolanda Almansa Saura dijo...

Me he divertido mucho leyendo esta historia. Ya ves, finalmente nos muestras otra versión distinta del refranero popular "Muerto el perro, se acabó la rabia". Un saludo.

Anónimo dijo...

Es verdad, Yolanda, en esta ocasión el "perro" siguió con su rabia. jajaja!! Gracias!!! María.