Calor.
Hasta las moscas parecían mareadas. Las ramas de los árboles caían
lacias, tristes. El ventilador, en lo alto del techo, recordaba un
molino invertido con sus grandes aspas dando vueltas inútilmente,
pues no se movía ni una pequeña brizna de aire.
Don
Jacinto tenía una mosca en la nariz. Dormía profundamente bajo
el ventilador y de vez en cuando se daba manotazos para quitarse a
la pesada mosca; Ésta salía revoloteando y volvía a posarse otra
vez en la nariz; tranquila, pesada, cojonera. El libro que estaba
leyendo Jacinto se cayó de su barriga nada más posar la cabeza
en la hamaca. "Un largo y cálido verano" se titulaba.
Muy apropiado.
El
rugir de un motor lo despertó de su merecida siesta. El camión
de los "Turcos" pasaba todos los días a la misma
hora. Y lo hacía a propósito. Para fastidiar. Tocaba la
bocina sin que la mano que lo hacía se despegara durante un minuto.
Eso es lo que Jacinto había calculado. Un minuto. Pero él no se
inmutaba. Él sólo pensaba. Día y noche. Y cada vez tenía
más claro lo que tenía que hacer. Si acaso, lo que a veces le
hacía dudar era su hija. Su hija estaba casada con El Turco, su
enemigo más odioso. Le molestaba enormemente que a su hija la
llamaran en el pueblo, La Turca. Eso lo tenía en un sin vivir y
todo, porque cuando se casó con aquel vago, mujeriego, borrachín y
vividor, no se le ocurrió otro sitio para la luna de miel sino
Turquía.
El
novio, con un pasado muy, muy remoto de sangre otomana, quiso
conocer la tierra de sus tatarabuelos, desde entonces, nadie
les quitaría el mote: Los Turcos.
Pero
Jacinto no lo odiaba por su "supuesta" sangre otomana, no,
lo odiaba porque era malo, de lo peor de los alrededores.
Por
eso pensaba y pensaba; sin decirle nada a nadie. Con tranquilidad.
Seguro de lo que iba a hacer.
Se
levantó de la hamaca y llevó la jaula a la sombra, le puso agua en
el bebedero y entró en la cocina. Unos minutos después salió con
una hermosa jarra de limonada fresca y se echó otra vez en la
hamaca. Así estuvo hurgando en su cabeza, planeando, desarrollando
su venganza. El periquito reanudó su alegría.
Aquel
caluroso y sofocante verano iba pasando lento, pero llegando a
su tan esperado fin. Ya en los árboles se empezaban a
adivinar los colores amarillos, naranjas y rojos del inminente
otoño. Apenas se notaba, pero se confundían entre
las hojas verdes que, altaneras, se resistían a
envejecer. Algunas empezaban ya a alfombrar las campos y
los paseos, y el ambiente era más fresco.
Don
Jacinto tenía su plan casi terminado; había tenido todo un verano
para pensar. Ya estaba todo a punto, sólo a falta de rematar
algunos detalles.
Estaba
claro que su hija sufría con El Turco; eso lo sabía todo el
pueblo. Que se casó con ella por dinero, pues también lo
sabían todos. Que la maltrataba, la humillaba y la engañaba
con toda escoba con faldas que se le cruzaba en su camino, pues
también. Y eso no lo soportaba D. Jacinto. Y el turco lo sabía.
Por eso le hacía daño molestándolo diariamente con las maldades
que se le ocurrían. El Turco, lo que en realidad quería es que D.
Jacinto dejase esta vida lo antes posible; una buena herencia estaba
esperando en las arcas de su suegro y quería, deseaba y anhelaba
"administrarla" él y eso, Jacinto no lo iba a permitir.
"¡¡Don
Jacinto ha muerto!!" - gritaba la criada - mientras
corría camino abajo hacia la casa de Los Turcos.
Salió
la hija y el yerno, ella, con la cara desencajada, pálida y
preguntando desesperada qué había pasado. Él, detrás de ella, con
una sonrisa socarrona, tranquilo, con ganas de saltar de
alegría, cosa que se abstuvo de hacer para no levantar sospechas.
Tomasita,
la fiel criada de Jacinto, les dio paso a la alcoba donde éste
estaba en la cama tapado con una sábana. Su hija le destapó el
rostro y lo besó, mientras sus lágrimas mojaban la cara de
su padre. Se abrazó a él y así estuvo unos minutos, hasta que
Tomasita la separó con delicadeza y volvió a tapar al fallecido.
Mientras, El Turco, permanecía a la puerta de la alcoba deseando que
ya todo acabara para irse a la taberna a celebrarlo.
La
criada no dejó que la hija le ayudara a amortajar el cuerpo de su
padre. "Yo lo haré", -le dijo- "tú atiende a los
vecinos que vendrán enseguida a darte sus condolencias"
Los
servicios funerarios depositaron el cuerpo de Jacinto en el ataúd y
lo llevaron a la gran sala de la casa. Allí, los vecinos y
amigos lo estuvieron velando toda la noche. Ya cerca del
amanecer, Tomasita despidió a los vecinos con la excusa de que todos
estaban cansados y que lo mejor era dormir unas horas, pues así
todos estarían mejor para el momento duro del entierro que se
celebraría unas horas después. Le pidió al Turco que él se
quedara allí, en el sofá del salón, y se llevó a la hija
a su antigua habitación.
Media
hora después, unos extraños ruidos pusieron en alerta al Turco que
ya estaba medio dormido en el sofá que estaba justo
enfrente del ataúd. Se levantó y miró, pero al no ver nada se
volvió a echar en el sofá. Al rato volvió a escuchar ruidos, se
levantó y se dirigió a la venta dándole la espalda al ataúd;
corrió las cortinas y miró al jardín. Ahora, una respiración
profunda cerca de su cuello lo dejó petrificado, aterrorizado.
Poco
a poco se dio la vuelta mientras un sudor frío le empezaba a mojar
la frente. En la semioscuridad del salón, una figura fantasmal
envuelta en una especie de sábana lo miraba; pálido, en
silencio, con la mirada fija en él. Al Turco le salió un grito
terrorífico de su garganta y dio un paso hacia atrás, hasta que la
ventana lo paró. Quiso saltar al jardín, pero se olvidó que
la ventana estaba enrejada. No tenía salida. El fantasma lo
seguía mirando, sin pestañear. Comenzó a caminar despacio hacia él
y los gritos aterradores del Turco ya le estaban destrozando la
garganta. Se llevó las manos al cuello desabrochándose la camisa;
le faltaba el aire y la respiración era cada vez más angustiosa.
Ahora, las manos se aferran desesperadas a su pecho y la cara
cambia el gesto de miedo por otro de dolor horrible. Suda todo su
cuerpo y empieza a caer despacio, agarrándose a la ventana. Sus
rodillas tocan el suelo y ya casi no respira; El rostro ahora está
rojo, congestionado por la falta de aire y termina cayendo
definitivamente al suelo.
Tomasita,
ya casi de día, sale gritando de la casa: "¡¡ Ha muerto
el Turco, ha muerto el Turco"!!
El
pueblo, aquella noche veló al turco más por su mujer, que por él.
D. Jacinto - que desde entonces le pusieron el mote de
"El resucitado"- atendió como buen anfitrión al personal,
repartiendo café y copas. Cada vez que se acercaba con la bandeja a
uno de los allí presentes, le guiñaba un ojo a modo de complicidad.
Las sonrisas entre ellos evidenciaba que, de la trama
ideada por Jacinto, todos estaban enterados. Todos habían
realizado su papel a la perfección.
El
turco fue enterrado sin pena ni gloria. La hija de D. Jacinto, La
Turca, una vez el sacerdote se hubo marchado,- único
ignorante de la trama y todavía sorprendido por la inesperada
resurrección de D. Jacinto - se despojó del velo negro que le
cubría el rostro, se secó las falsas lágrimas y se tomó una copa
a la salud de su padre.
Tomasita
salió corriendo al amanecer. ¡¡ Don Jacinto ha muerto, D. Jacinto
ha muerto!!
En
el Más Allá, el alma del Turco no encontraba consuelo, y se vengó
pagando con la misma moneda.
Es
que, el que es malo, lo es hasta en la eternidad.
Pobre
D. Jacinto. Le salió el tiro por la culata. Poco le duró el
mote.
María.
2 comentarios:
Me he divertido mucho leyendo esta historia. Ya ves, finalmente nos muestras otra versión distinta del refranero popular "Muerto el perro, se acabó la rabia". Un saludo.
Es verdad, Yolanda, en esta ocasión el "perro" siguió con su rabia. jajaja!! Gracias!!! María.
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