Se encontraba incómodo en aquel sitio;
la tarde se empezaba a dorar y los últimos colores que el
rastro de la espléndida puesta de sol habían dejado, paso a
la incipiente noche. En nada se escucharía aquella música
que le aumentaba aún más su tristeza. Se preguntaba por qué a los
demás no les afectaba esa melodía lejana, que cada noche se
escuchaba a la misma hora en los días de luna llena. Era una música
triste y llena de melancolía que parecía que sólo él escuchaba.
Tendría que averiguar el motivo. La preciosa y triste
melodía le gustaba, pero no podía escucharla, algo
en su interior le decía que se tenía que ir de allí y sentía como
si una fuerza extraña lo empujara a la cercana playa, donde sus
acordes no llegaban.
Se sentó en la arena frente a la
oscuridad del mar. A lo lejos quedaban las luces de las terrazas y
el bullicio de la gente. Allí, solo y pensativo se sentía
bien y en paz.
Una suave y bonita voz lo sacó de
su aislamiento.
-¿Tú también escuchas
esa misteriosa música, vedad?
Se sobresaltó y no le agradó que
le robaran intimidad. Cuando volvió el rostro, vio a una
guapa mujer sentada en la arena cerca de él. Ya había
oscurecido y sólo veía su hermosa cara bajo el reflejo
blanquecino de la hermosa luna llena. No sabía cuánto tiempo
llevaba allí. Él se creía solo, por lo menos estaba solo cuando
había visto los últimos reflejos anaranjados del sol, deshacerse en
nebulosas en el horizonte del mar.
-¿Cómo sabes que la escucho?
-Porque te veo venir aquí cada día, a
la misma hora. Yo hago lo mismo; observo de lejos tu tristeza, tu
melancolía...pero no debes temer nada, son llantos de sirenas. Sólo
se escuchan en las noches de luna llena.
Él la miró incrédulo en la
semioscuridad. Ella le devolvió una sonrisa triste.
-No creo en sirenas. Perdona, me tengo
que ir.
Se alejó caminando
descalzo por la arena húmeda de la orilla. Escuchó a su espalda una
especie de silbido suave, seguido de un delicado chapoteo en el mar y
se giró. Un revoltillo de de espuma se alejaba de la orilla,
primero despacio y luego a toda velocidad. Se alejó hasta que ya su
vista no alcanzaba. La espléndida luna repartía su luz sobre el
oscuro mar y él, aún un poco desorientado y sin saber qué había
pasado, siguió caminando dejando sus huellas en la arena, cabizbajo
y triste.
A la mañana siguiente se levantó
pensando en la noche anterior; en realidad, estuvo pensando casi toda
la noche en la misteriosa mujer de la playa. A final dio por hecho
que, seguramente, no la volvería a ver más y que solo se trataba de
una solitaria que buscaba conversación.
Esa tarde estaba pensando en su amor;
hacía meses que un horrible accidente los había separado para
siempre. Normalmente procuraba estar poco en aquella casa, en aquel
lugar que le recordaba a ella. Aún su perfume impregnaba su
alcoba, su armario, su sofá...y ese dolor al recordarla y no poder
abrazarla, besarla, le dolía profundamente. Por eso trataba de
evadirse con amigos, con copas...pero esa música lo transportaba,
lo empujaba al mar y, allí, su tristeza se esfumaba como la espuma
suave de las olas que, lentamente, se acercaban a la orilla y se
desvanecían en la nada.