Cada
vez que viajaba por aquella carretera, con el mar a mi izquierda y
con los grandes riscos que caían sobre el maravilloso barranco, a mi
derecha, ya sabía que estaba cerca. Cuando llovía con fuerza, las
aguas bajaban desesperadas inundándolo todo; se escondían furiosas
bajo el puente de piedra, para salir al otro lado empapando la arena
de la playa y dejando surcos profundos como caminos pantanosos, y
luego se perdían en el mar. Arriba, en la pequeña loma que se
divisaba desde el puente, una casa blanca albeada de cal viva,
observaba el espectáculo de la lluvia. Abajo, en la playa, los
pescadores se afanaban en asegurar sus barcas y sus redes antes que
la fuerza del agua destrozase lo que, para ellos, era la base de su
sustento.
Si,
ya estaba cerca. La casa de Pedro se veía nada más doblar la última
curva de la carretera, una vez cruzado el puente del barranco, ahora
seco. Los recuerdos se amontonaban. Eran parte de una vida; quizá la
más feliz de la niñez. Eran tantas las anécdotas, las situaciones,
las risas… La pila de cosas vividas se peleaban en la memoria
queriendo revivir. El nudo se formaba en la garganta a medida que me
iba acercando al lugar mágico que era la casa de Pedro.
La
figura de Pedro sentado en la esquina más fresca de la casa, que
como privilegiado balcón abarcaba todo un inmenso mar azul, la tenía
grabada en mi memoria. Lo recuerdo con la mirada perdida en el
horizonte. Callado, pensativo… había vivido tanto... quizá
revivía sus viajes a la lejana Cuba y en lo que allí había
aprendido. Me encantaba sacarle de su ensimismamiento y preguntarle
cosas. Él, con aquella parsimonia tan característica suya, y que
empleaba cuando lo que quería contar fuera entendido, empezaba a
relatar en forma de cuentos formidables sus lejanas andanzas. A veces
me pregunto si de verdad eran reales todas aquellas historias o eran
una mezcla de realidad y fantasía. Lo que sí sé es que, mientras
él hablaba, se creaba una atmósfera de paz, de magia, de silencio,
de lágrimas de emoción, de risas…de amor.