Calor.
Hasta las moscas parecían mareadas. Las ramas de los árboles caían
lacias, tristes. El ventilador, en lo alto del techo, recordaba un
molino invertido con sus grandes aspas dando vueltas inútilmente,
pues no se movía ni una pequeña brizna de aire.
Don
Jacinto tenía una mosca en la nariz. Dormía profundamente bajo
el ventilador y de vez en cuando se daba manotazos para quitarse a
la pesada mosca; Ésta salía revoloteando y volvía a posarse otra
vez en la nariz; tranquila, pesada, cojonera. El libro que estaba
leyendo Jacinto se cayó de su barriga nada más posar la cabeza
en la hamaca. "Un largo y cálido verano" se titulaba.
Muy apropiado.
El
rugir de un motor lo despertó de su merecida siesta. El camión
de los "Turcos" pasaba todos los días a la misma
hora. Y lo hacía a propósito. Para fastidiar. Tocaba la
bocina sin que la mano que lo hacía se despegara durante un minuto.
Eso es lo que Jacinto había calculado. Un minuto. Pero él no se
inmutaba. Él sólo pensaba. Día y noche. Y cada vez tenía
más claro lo que tenía que hacer. Si acaso, lo que a veces le
hacía dudar era su hija. Su hija estaba casada con El Turco, su
enemigo más odioso. Le molestaba enormemente que a su hija la
llamaran en el pueblo, La Turca. Eso lo tenía en un sin vivir y
todo, porque cuando se casó con aquel vago, mujeriego, borrachín y
vividor, no se le ocurrió otro sitio para la luna de miel sino
Turquía.